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lunes, 14 de julio de 2014

KAHLO Y LA MODA


Frida Kahlo convirtió sus vestidos en arte y en una expresión profunda de sí misma.

Para Kahlo, el traje de tehuana fue un objeto que no solo se adaptó a su cuerpo  sino que se fusionó con él hasta ser su primera piel y un distintivo de sí misma. 


“Mi vestido cuelga allí”. Frida Kahlo, 1933


Marjorie Rose dice con respecto al vestido de Frida Kahlo que: "El uso de la indumentaria étnica fue un instrumento de estilización de sí misma, su logotipo. Ella supo percibir la cualidad semiótica (significante) de la ropa, que reside precisamente en ser vehículo de un sentido metafórico fácil de captar por el ojo del otro.

Así, las diversas versiones del traje indígena fueron su marca de fábrica, que situó, a través de varios de sus cincuenta y cinco autorretratos, sus presentaciones personales y las múltiples fotografías para las que posó."
El traje de terciopelo rojo que vestía en su primer autorretrato, de 1926, tuvo una intención personal y romántica. En lugar de enviarle misivas a un novio renuente, se dibujó para él con una pose sofisticada, que resaltaba requisitos estéticos de la figura femenina de los sectores acomodados de aquella época: piel muy blanca, cuello largo y boca en forma de mínimo corazón.
Sin embargo, poco después comenzó a definir su uso de los trajes tradicionales femeninos del istmo de Tehuantepec (Oaxaca) como extensión artificial de su cuerpo; el uniforme de tehuana como parte de sí misma, elemento de construcción de su identidad como pintora y como mujer.
También vistió piezas de otras etnias: chales y faldas de la región otomí, rebozos de la sierra de Puebla, y huipiles y prendas guatemaltecas.
Se ha repetido hasta el convencimiento que la pintora adoptó esa imagen para agradarle a su esposo, a quien supuestamente le gustaban las poderosas mujeres de origen zapoteca de esa región mexicana.
La biógrafa Hayden Herrera enfatizó en ese aspecto y presentó a Frida doblegada por los caprichos de un Diego Rivera que casi la obligaba a disfrazarse para subrayar la parte indígena de su composición genética. No obstante, el hecho de que la madre de Frida fuera una mestiza oaxaqueña, fue un dato que se colocaba en las sombras.
Sin embargo, ha aparecido una reveladora fotografía entre los objetos de un cuarto secreto que ambos mandaron a tapiar con instrucciones de que su contenido fuera revelado solo mucho después de su muerte, y que es la fuente de la exposición realizada en el 2007 en el Palacio de Bellas Artes de México.
En esa foto, una Frida preadolescente nos mira vestida de tehuana a los doce años, mucho antes de que conociera a Rivera.
Más bien, su decisión de adoptar el traje materno, con sus complejos bordados a mano, trenzas y flores en el cabello, parece haber sido una compleja decisión personal: por un lado, una búsqueda de autoafirmación, posiblemente anclada en la relación madre-hija; por el otro, una habilidad intuitiva para situarse en el mercado del arte, estrategia de mercadeo utilizada por otros pintores, como Picasso o Dalí. En su caso, como persona autónoma, distinta de su marido famoso.
La adopción de esa indumentaria fue un atinado recurso publicitario más que una decisión de principios, que se creyó originada en su ideología comunista y en su deseo de ser una más de las mujeres del pueblo.
Eso se lee entre líneas en la carta que envió a su amiga Isabel Campos, desde Nueva York en 1933. Se queja del tiempo: “Siquiera con las famosas enaguas largas el frío me cala menos (…). Sigo como siempre de loca y ya me acostumbré a este vestido del año del caldo, y hasta algunas gringachas me imitan y quieren vestirse de ‘mexicana’, pero las pobres parecen nabos y la purita verdad se ven de a tiro feriósticas; eso no quiere decir que yo me vea muy bien, pero cuando menos pasadera. (No te rías)”.
A qué tipo de traje se refiere queda claro al ver el cuadro pintado ese mismo año, Nueva York. Mi vestido cuelga ahí , una versión del atuendo oaxaqueño, con falda larga y vuelo blanco de encaje.
En él se pone en evidencia la sustitución de su persona por su vestido. En ese juego de significantes y significados que marcan su obra, el trajecito se convierte en su doble, una extensión envolvente de sí misma: la superficie como extensión de la apariencia humana, que a veces –en palabras de Joseph Beuys– llega a contener toda la energía de quien lo usa; la prenda de vestir transformada en la persona misma.
Por último, podría haber habido otra razón, más utilitaria: las blusas y las enaguas tehuanas tapaban muy bien los corsés de cuero y varilla que debía usar después de su grave accidente de 1925: ocultaban una herida y revelaban una cicatriz imborrable.



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